Cuando
nos paramos un momento a examinar la historia del ser
humano resulta inevitable pensar que, si hemos sobrevivido
hasta ahora, ha sido de pura chiripa...
No
somos una especie especialmente ágil ni fuerte. No tenemos afilados
colmillos ni garras para cazar o defendernos y, por no tener, ni tan
siquiera tenemos un cuerpo cubierto de pelo que nos proteja del sol.
Algunos ni siquiera tienen pelo en la cabeza.
En
general, como especie, damos bastante lástima...
¡Pues
no! Resulta que eso no es exactamente así.
La
típica imagen de una serie de simiescas figuras provistas de
afilados palos, que se entretenían recogiendo bayas, frutas e
insectos y corrían a apropiarse de los despojos de cualquier bicho
muerto que encontraran en la sabana, no era totalmente correcta...
La
realidad es que, de haber sido un herbívoro cualquiera de aquella
época y, al levantar la mirada al horizonte, hubieras visto aparecer
una manada de leones hambrientos, hubieras sabido que disponías de
una pequeña oportunidad para escapar del peligro. Si lo que aparece
en el horizonte, en cambio, es un grupo de humanos... date por
muerto.
Me
explicaré:
Cualquiera
que se haya interesado o haya estudiado algo mínimamente relacionado
con la antropología, ha coincidido sin duda con alguna obra de
Marvin Harris.
Hace
ya algunos (bastantes) años recuerdo haber leído, en uno de sus
libros, una teoría de un tal Fialkowski,
de la que se hacía eco, y en la que relacionaba el aumento del
volumen del cerebro humano con la mejora de su capacidad de cazar. La
teoría me pareció desde luego interesante pero, por aquellos años,
yo aún no corría (ni pensaba) por lo que se quedó aparcada en
algún rincón de mi memoria.
Sin
embargo, hace poco tiempo, volví a encontrarme de nuevo con esta
teoría en el éxito editorial “Nacidos
para correr” de Christopher McDougall (Y si... he tenido
que buscar como se escribe). Cuando
leí de nuevo acerca de este asunto, la antropología seguía sin
interesarme demasiado pero ya me había convertido en el mediocre
corredor que sigo siendo, por lo que presté más atención...
Al
parecer, y según esta teoría, el
incremento del volumen del
cerebro de nuestros antepasados
servía
únicamente para
poder resistir mejor el calor, lo que
los convirtió en temibles cazadores y en excelentes corredores. De
hecho, se convirtieron en el
único animal corredor de larga distancia del planeta.
En las propias palabras de Harris: “Un principio básico de la teoría de la información sostiene que en un sistema con elementos propensos a la avería (como el cerebro humano), la fiabilidad del sistema puede elevarse incrementando el número de elementos que desarrollan la misma función y aumentando el número de conexiones entre ellos.” Así pues, el incremento del cerebro del Homo habilis y del Homo ergaster les permitió disponer de un número de células y conexiones extra, que lo hacía mucho más resistente al estrés producido por el calor.
Curiosamente,
una consecuencia colateral inesperada de este aumento del volumen
cerebral, acabó siendo el incremento de nuestra inteligencia.
De
este modo, gracias a su resistente cerebro, nuestros antepasados
podían permitirse el lujo de salir a perseguir una presa bajo el sol
del mediodía sin temor a sufrir mareos por calor, desorientación o
desmayos, mientras que todos los demás animales se encontrarían
fatigados y buscando una sombra que los cobijara del extremo calor
tropical.
Este
tipo de caza (denominada caza por
persistencia), consistía en perseguir implacablemente una
presa, bajo el abrasador sol del mediodía, hasta que simplemente
reventaba debido al calor.
Pero
¿cuánto tiempo se precisaba para que eso ocurriera? Pues según
algunas fuentes, equivaldría a lo que hoy en día supone correr una
distancia entre una media maratón y una
maratón.
Por
algo nos gusta correr...
Existen
además un gran número de características de la anatomía humana
que respaldan la teoría de una evolución basada en la adaptación
al calor y a la actividad de correr. Entre otras se podrían citar:
- Mayor
número de glándulas sudoríparas que cualquier otro animal.
-
Ausencia de pelaje, que podría menoscabar la eficacia evaporadora de
las glándulas sudoríparas.
-
Posición vertical al correr, que permite exponer un 60% menos de
superficie corporal a los rayos del sol.
- Esa
misma posición vertical nos permite variar el ritmo de la
respiración (y por tanto obtener oxígeno extra) sin necesidad de
variar el ritmo de zancada.
-
Elementos característicos de animales corredores que, sin embargo,
no se encuentran en el resto de simios como el tendón de Aquiles,
músculo del glúteo más desarrollado, ligamento nucal para
estabilizar la cabeza...
Así
pues, para acabar, qué mejor reflexión que la siguiente cita del
libro de Mcdougall: “[…] habría que preguntarse por qué solo
una especie en el mundo tiene el impulso de agruparse por decenas de
millares para correr veintiséis millas bajo el sol nada más que por
diversión.”
Buen artículo, claro y que además toca un tema interesante.
ResponderEliminarGracias por tu comentario!
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